En esta parte narraremos el origen de un pacto entre el coronel caraqueño y una mujer que quedó cautivada con sus acciones. Espero no se dejen embolatar la cabeza de esos personajes que cuestionan las columnas que transcribo aquí y a mi manera...
Anteriormente dimos a conocer un hecho en el que Francisco de Miranda participó en los sucesos de la Revolución Francesa y estuvo a nada de ser ejecutado en la guillotina y salió bien librado de esa situación. Sin embargo, traigo un evento en el cual se relaciona con la Zarina de Rusia y es algo que tanto venezolanos como colombianos deben de conocer y difundir ante los incautos que no conocen los hechos históricos que tuvieron lugar antes de nuestra existencia y evitar la contaminación auditiva y visual de ciertos personajes que lo que quieren hoy en día es que sigan sumisos y obedientes en esta pandemia que dañó su vida de confort y su burbuja de indolencia.
Tomen asiento, porque ella está decidida a apoyar a las colonias, y de ese amor nació La Gran Colombia y el cual, hizo que se dividiera en varios pedazos que deseaba un presidente en el futuro construir. Precisamente, cuando Miranda llegó a Venecia, su amigo el señor Smith hizo grandes esfuerzos para que le llegara una carta que se le escribió desde la ciudad de París con gran prevención, pero aún no llegaba a su destino. Pasa y sucede que allí en esa capital francesa, el diplomático americano se encuentra con La Fayette, su amigo con el que ha peleado del mismo bando algunas batallas de la independencia de su país.
La Fayette se acuerda del coronel Miranda, y lo alerta sobre el grave peligro que este corre si logra llegar a Francia (Hechos ocurridos en la primera parte). Tres años después pasaron y Francisco recibió en el norte de Europa otra carta de su noble amigo en el que este le dice:
- Visité al marqués de La Fayette, quien apenas tuvo tiempo para saludarme, exclamando: Plegue a Dios, que su compañero el coronel Miranda haya venido con usted. Diciéndole que no había venido, que yo le había dejado en la ciudad de Viena, y entonces dijo que estaba muy contento de oír esto y me suplicó que, si escribía a usted, le aconsejase de no venir a París pues si el conde de Aranda sabía que usted estaba él (La Fayette) en París y temía mucho por su destino.
Luego una ciudad de noventa y dos mil habitantes, según apunta, y de la cual he leído toda su historia con un especial deleite. Venecia es una ciudad hermosa. Conoció con detalles su florecimiento en el comercio y el de sus familias principales, que trajo por supuesto abundancia en el pueblo y estimuló de paso su florecimiento en el escenario político en esa Italia situada en la era medieval de pequeños ducados de aspecto decadente y a la vez feudalistas. Fue tan grande el esplendor de Florencia, que también llegó a dominar el Vaticano y, por supuesto, el mundo.
Y hay tanto por exponerle a todos ustedes colombianos.
Casi todos los reyes europeos, entre ellos el más poderoso, Carlos V de Austria, I de España, estando enzarzado en varias guerras interminables, que las financiaban, los préstamos y libranzas que les otorgaban los ricos comerciantes florentinos. Y eso que no era cualquier cosa para un hombre como Francisco Miranda luego de que llegara a Roma, la cuna del poder en diferentes etapas históricas. El conocimiento de sus poetas y escritores, de sus grandes escultores y pintores, de sus autores de teatro, de sus filósofos y de todo aquello que fue parte de la República y participó en los comienzos del Imperio, la vida de Lucrecia, los dos Brutos, Cayo Municio, Terencio, Virgilio, Horacio, el eco de los discursos del gran Cicerón en el Senado, el austero estoicismo de Séneca, y todo aquello que se conoció como la Virtus romana, surge en un gran torbellino de sucesos que se van desenvolviendo en su mente y a la vista de aquellos venerables escenarios, mordidos por el polvo del olvido, de los siglos y de la decadencia.
Y es fascinante hacer ese recorrido por los momentos de la gran presencia histórica, en los que se intuye aún la presencia de los dioses traídos desde Grecia con nombres. Catalina fue repartida con Austria y Prusia, y ella le escribe una carta a su constante corresponsal el Barón de Grimm a París en el que le dice:
- Llegamos aquí el 29 en buen estado de salud y una temperatura de menos 20. La mitad de Polonia está aquí y han venido también el príncipe Nassau, Grande de España, y un español llamado Miranda. ¿O sea que Catalina ya sabía quién era ese español?
Empero, no fue sino el 14 de febrero cuando este tuvo la oportunidad de ser presentado a la emperatriz. Ese día hubo un gran almuerzo y al entrar al salón, la Zarina tuvo la diferencia de hacerle un saludo especial, a este hombre sin más fortuna que a su propio talento y a su gran porte de gran caballero galante. Después, ya en el almuerzo y sentado a la mesa, Catalina le enviaría por dos veces un plato de viandas servido por ella misma al caraqueño. Nadie podía recibir un homenaje mayor en esa corte afrancesada versallesca, de una gran mujer que era la encarnación del poder y la ilustración. Al terminar la recepción, por petición de la misma Zarina, Miranda permaneció y se le unió en un salón contiguo.
Ella estaba acompañada de Potemkin y algunos otros grandes señores de su entorno, y naturalmente, el favorito de ese momento que era un general que lo había ascendido a su mismo rango, siendo muy joven Alejandro Mamonov. Cuando Catalina tenía en ese momento cincuenta y siete años y viviría otros diez, tuvo amantes hasta poco antes de su muerte, y Miranda tenía en ese entonces treinta y siete, Potemkin tenía 48 y el amante Mamonov solo pasaba de los treinta años.
La charla, que solo conducía a la Emperatriz, es decir solo le hablaba de lo que ella había propuesto, fue extensa, salpicada de champagne y giró sobre la situación actual del mundo. Un comentario largo, en el que intervino Miranda, mereció la inquisición española e italiana. Catalina estaba informada de los horrores que en España desplegaba en aquel momento esta abominable institución, bajo el ministerio oprobioso del conde de Floridablanca. Naturalmente se habló de las extensas colonias americanas y de los proyectos de aquel coronel americano que buscaba con un pensamiento ardiente su independencia. Catalina expresó sus simpatías por ese proyecto; pero más que por apoyarlo, fijó su mirada en el apuesto hombre que lo exponía y sintió un bello encanto varonil y de inteligencia. Por otro lado, D’Alambert, que estaba invitado por Catalina por esos días para que fuera como profesor del zarevich Pablo, le escribió una carta a Voltaire, como un viejo amigo que era, y al expresarle para no concurrir a San Petersburgo, con la ironía que le era propia, le decía:
“Soy muy propenso a las hemorroides, y esta enfermedad es demasiado grave en Rusia. Quiero enfermarme de mis partes posteriores sin correr riesgos.”
Ella (Catalina) fue una mujer de armas tomar, trabajaba sin desmayo todo el día, pero sabía recompensarse a sí misma con grandes fiestas y la conquista de amantes sucesivos a los que trataba con munificencia. No era ni cercanamente bella, y tenía el rostro picado de viruelas. Pero la adornaba un encanto muy especial y se movía con majestad y coquetería. A estas virtudes agregaba su picante humor lleno de talento y una capacidad de amar inagotable. El día que conoció a Miranda, este llenó todos los requisitos que ella miraba en un hombre y los sobrepasaba. De modo que a pesar de estar presente su nuevo favorito, Catalina hizo objeto de muchas diferencias al hombre caraqueño.
Luego de eso, fue invitado a todas las recepciones que se cumplían casi todos los días, e incluso lo invitó a bailar. En la danza le hizo tocar la seda de su vestido, añadiendo con orgullo que era una seda hecha en Moscú, y luego pasó su mano y su brazo por el torso de aquel galán perdido en la inmensidad de esas tierras exóticas y legendarias. Naturalmente que, conociendo a Catalina y a Miranda, es fácil pensar que hubo entre ellos una relación de alcoba. Lo demuestran los regalos que le hizo a Miranda y el tratamiento que recibió de todo el aparato del estado.
Esa, por supuesto, no era una simple admiración por un proyecto lejano de independencia de unas colonias que buscaban la libertad. Nada de eso podía halagar a una autócrata, por ilustrada que fuera, cuyo poder lo montaba sobre una maquinaria de terror y despotismo. Había algo mucho más profundo de ligazón entre ambos, no obstante que se carece y como es algo natural, de pruebas eficaces. Miranda no lo comentaría de ninguna manera, tampoco los cortesanos, temerosos de Catalina. Empero, hay una carta cruzada entre dos amigos muy íntimos de Miranda que lo aseguran. Sobre ese tema el historiador inglés William Spence Robertson hace el siguiente comentario.
En la carta dirigida a Ogden (amigo de Miranda) el 29 de junio de 1789, Stephen Sayre amigo aún más íntimo de él y de Ogden, que a la sazón se encontraba en Londres, decía que Miranda había viajado con mucho provecho. Nada agregaba, habia escapado a su penetración. Luego, “después de mencionar en términos escandalosos, la intimidad del criollo con la Zarina”, el norteamericano expresaba que Miranda poseía tales cartas, para todos los embajadores de la Emperatriz como jamás las recibió hombre alguno de una testa coronada.
Después de una noche ardorosa, no es de extrañar que Catalina haya regalado al coronel dos caballos de hermosa estampa. Lo llama además conde, título que ella, con la mayor facilidad, le habría podido otorgar. Todo es atractivo para él en esa primavera suave y meridional. Pero Miranda debe partir, a pesar de las voces que escuchaba para que no se fuera con Catalina por interpuesta persona y seguramente de ella misma. Inútil porque el coronel advierte el compromiso con su pueblo que es su misión sagrada con la historia, y su deseo antes de abandonar Rusia, de conocer el vasto territorio de ese imperio bicontinental, por lo menos en la parte europea, tan contradictorio y sumido en la opresión. Y en el frío. Antes de irse, Catalina le obsequia desde ese momento, por si no lo volvía a ver, unas libranzas para varios bancos europeos, por 2000 ducados, 2000 libras esterlinas, y otros 500 ducados en efectivo para los gastos de viaje fuera de Rusia.
Adicionalmente, Catalina autoriza a Miranda a lucir el uniforme ruso de coronel en los actos oficiales. Un tiempo después, en una nota de agradecimiento al príncipe Potemkin, él habrá de decir de Miranda:
“Entre las gracias que me ha colmado Su Majestad, me ha concedido el honor de que vista el uniforme de coronel de Rusia, el que usaré con mucho gusto cuando me sea necesario.”
Nada podía ser más diciente de ese amor que la orden transcrita. Pero hubo algo más: Cuando Catalina llega a san Petersburgo, el embajador de España, don Pedro Macanaz, le habla al canciller solicitándole la extradición de Miranda y quejándose de que este utilice el título de conde y el grado de coronel. El canciller, siguiendo instrucciones de la emperatriz, le comunica al embajador que el aprecio que esta le tiene a Miranda es meramente personal y en alto grado. Y de paso le recuerda que existe tratado de extradición con España.
La pregunta es colombianos: ¿En qué terminará esto? Esperen muy pronto la tercera parte de esto...
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